lunes, 27 de octubre de 2008

Extracto de "Bastardos de Dios"

Como muchos me lo habéis pedido, aquí tenéis las primeras páginas de "Bastardos de Dios"

La pesada puerta chirrió con un lamento quejumbroso al abrirse, dejando que la fresca mañana penetrase tímidamente en el ambiente, cargado de dulces aromas afrutados, de flores resecas y polen perverso. En un instante, la lozanía del amanecer se aunó con el acre hálito del humo, que los gruesos cirios expulsaban, y se entremezcló con el dulce tizne del incienso, añejo y rancio, suspendido en el ambiente desde hacía siglos.
Unas arrugadas manos, tan huesudas como suaves, las de fray Pedro, el capellán de los dominicos de Santa María de Linares, acabaron por abrir de par en par aquel enorme portalón de madera de roble antiguo, hasta que sus alas golpearon, con un estruendo indigno del lugar, en el grueso muro de piedra, triste herencia de su pasado románico.
El capellán respiró el aire húmedo y fresco de aquella mañana, que prometía ser suave y agradable. El manso viento, todavía impregnado de las fragancias del amanecer, penetró en la iglesia como un aliento cargado de vida y sonidos maravillosos de pájaros y cigarras, tan tempraneras como despistadas, esparciéndose por todos los rincones del templo.
Allí se podía tocar el silencio, masticar la paz, aspirar la bondad de Dios…
Las únicas compañías externas que perturbaban la paz del convento de los dominicos eran las monjas de San Pedro Mártir, de la misma orden que ellos, que se reunían con el prior Francisco en contadas ocasiones y, siempre, manteniendo una distancia recatadamente prudencial; eso era lo estipulado.
El enjuto espectro de fray Pedro anduvo entre los bancos, perdiendo su mirada en las baldosas rojizas de terrazo aragonés, algo desgastado, con la esperanza de encontrar alguna moneda prófuga de los poco repletos bolsillos de los benabarrenses de extramuros.
El capellán pronto desistió en su empeño por llenar la bolsa que colgaba bajo su hábito. Se sentó en el último banco, admirando aquella iglesia, más bien una gran capilla de planta cruciforme.
La capilla, tenía capacidad para unas cien personas, incluyendo el coro, cuarenta de ellas sentadas. De estilo gótico temprano, algo rudo y con reminiscencias cistercienses, estaba consagrada a la Virgen de Linares. Aquella mezcolanza de estilos arquitectónicos le confería un aspecto algo extraño y, en cierto modo, tétrico. Aquella iglesia era mucho más austera que la de Santa María la Mayor, en el castillo-palacio de Benabarre, o la de San Miguel, en el centro de la Villa. Aunque, para el capellán Pedro, la iglesia del monasterio, la que consideraba suya, era mucho más hermosa, porque todavía conservaba la sobriedad de los antiguos templos, y un retraimiento, una especie de regreso al útero materno, que la frivolidad del gótico había pisoteado sin recato alguno, pretendiendo el aturdimiento terrenal, demasiado ascético, en detrimento del recogimiento y de la verdadera devoción al Altísimo.
Fray Pedro clavó la vista en el altar mayor, y observó que todavía quedaban algunas velas encendidas de la celebración del día anterior, segundo domingo de Cuaresma, y sonrió, sin saber muy bien qué le había producido tan repentino júbilo.
Poco después, cuando sus pensamientos se habían confabulado con el sentir piadoso de aquel frailecillo delgaducho, unos pasos, bajo el portal de entrada a la iglesia, le hicieron regresar al mundo de los vivos.
Sin girar la cabeza, se levantó, hizo una genuflexión en el pasillo, entre las dos filas de bancos, y se santiguó.
—¡Buenos días! —saludó una potente voz desde la puerta.
—¡La paz sea contigo, Juan! —respondió fray Pedro con una cantinela mil veces repetida y que resultaba algo monótona.
Al girarse, el capellán se topó con el rostro amable y bondadoso de aquel joven albañil, al que tanto apreciaban los dominicos: Juan Abadías, hijo de Saturnino del “Mas del Arcs”. Su padre fue un pobre hombre de campo que tuvo que aprender el oficio de peón para sacar a su familia adelante. El viejo de “els Arcs” había fallecido tres años atrás, cinco meses después de la boda de su único hijo con Jacinta Fortea, de unas extrañas fiebres que desembocaron en una pulmonía. Ya Saturnino había sido el albañil de los frailes de Linares, y de las monjas de San Pedro mártir, y Juan, al morir su padre, continuó con aquella piadosa tradición, por la que escasamente recibía un puñado de reales y que, sin duda, no le era en absoluto provechosa, al menos económicamente.
El capellán se acercó al joven dibujando una sonrisa en sus labios carnosos y quebrados por infinidad de arrugas, que decía mucho respecto al aprecio que sentía por aquel joven de escasos veinticinco años, alto, de tez morena y cabello rojo, pajizo, quemado por el seco y despiadado sol de Ribagorza, y cuyos músculos parecían cuerdas de bandurria tensadas y capaces de soportar el peso de su propia mula en volandas.
—¡Te estábamos esperando! —musitó el hermano Pedro, tocando suavemente el hombro del joven y haciendo un gesto con la otra mano, invitándole a que entrara en el templo.
Juan dio dos pasos y se situó delante del fraile, que lo rebasó con paso lento y no demasiado firme, como queriendo que admirase aquella iglesia, de la que tan orgulloso se sentía, y experimentara el fragor místico que le embargaba. Pero Juan se limitó a seguirle con la mirada extraviada y sus pensamientos perdidos en Dios sabe qué elucubraciones.
Unos pasos más adelante, el joven albañil observó las oscilaciones del fraile al que, poco a poco, veía entrar en una inexorable decrepitud.
—¡Es aquí! —el capellán señaló una pequeña capilla a la derecha del altar mayor.
—¡No parece muy grave! —dijo Juan, fijando su mirada en una pequeña mancha de humedad que había surgido en el centro de la bóveda de crucería, entre dos de sus nervios.
—Temíamos por la imagen de San Sebastián —añadió el hermano Pedro apoyando su mano sobre una peana vacía en el centro de la pared frontal de la capilla.
El joven asintió recordando el cuerpo sagitado del santo romano, que unos días antes permanecía en actitud impasible frente al dolor. Y se preguntó por qué la mayoría de las representaciones piadosas eran escenas de dolor extremo, de cuerpos mutilados, de hombres atravesados, decapitados, desollados o crucificados.
Juan Sacudió la cabeza.
—Iré a buscar la escalera y las herramientas al taller —se apresuró a decir el albañil, antes de que los pensamientos heréticos que parecían querer asaltar su mente hicieran mella en él—. En media hora estaré en el tejado tapando el agujero de la gotera.
El albañil salió del monasterio ante la sagaz sonrisa del capellán Pedro.
Desató la enorme mula, a la que su madre, Raimunda, bautizó como Margarita porque de potrillo le había destrozado una maceta de dichas flores, pisoteando los tiestos y devorando el resultado de su estropicio. La mula, pese a que su nombre pudiera llevar a engaño, era un animal fuerte, poco dócil, testarudo y malhumorado.
Cuando llegó al viejo conejar, que utilizaba como taller y almacén de herramientas, ató la mula a una argolla en el muro de piedra que conformaba la fachada principal de la vivienda, y empujó la puerta más cercana al huerto que desde que su padre muriera, estaba yermo.
Fue directamente hacia la pared que comunicaba con la vivienda, donde guardaba las escaleras de mano. Cargó con la más grande, y la sacó afuera, apoyándola junto a la puerta «Suficiente para llegar hasta el tejado de la capilla», se dijo. Volvió a entrar y, tomando una especie de albarda de cuero duro y áspero de buey viejo (y en la que había dispuesto unos amplios bolsillos donde guardar los martillos, cinceles, clavos, paletas, poleas y demás, unas argollas de hierro para colgar los cubos y atar la pala, y unas cinchas del mismo cuero que la albarda, para los tablones), se la ciñó a la mula, y sujetó la escalera a uno de los costados, atándola después con una soga de considerable grosor.
Margarita resopló con desagrado.
De cuatro saltos, subió las escaleras que le separaban de Jacinta.
La joven estaba en la cocina, sentada en una pequeña banqueta, desenvainando judías. Le dio un fugaz beso, tan sólo un breve roce, y se precipitó, sin decir una sola palabra, sobre la cesta de mimbre que reposaba junto al hogar, sobre la cadiera . A Juan se le iluminaron los ojos, y su rostro se suavizó con empalagosa ternura.
—¿Puedo cogerla? —preguntó el joven.
Jacinta sonrió con un mohín que denotaba el amor que sentía por su marido. Poco a poco, su sonrisa se hizo amplia, y se agrandó en una risita tonta e infantil, que hizo que sus pechos, hinchados por su reciente maternidad, oscilaran al ritmo de las carcajadas. Juan la miró y se sintió excitado, preguntándose cómo una mujer tan menuda y de escasas curvas había podido desarrollar semejantes ubres. Y, sin sacar de la cuna a la pequeña Catalina, que dormía plácidamente, volvió a acercarse a su mujer, y se colocó detrás de ella y de la banqueta, hincando sus manos, por detrás, en el holgado vestido de Jacinta y apretando sus pechos con fuerza. La joven dio un bufido, medio de dolor, medio de desaprobación, pero no se apartó, ni le dijo a él que lo hiciera. Juan se sentía como enajenado. Apretó su pecho y bajo vientre contra la espalda de ella. Jacinta levantó los brazos para facilitarle las cosas. El cabello castaño y rizado de Jacinta se aplastó en la barbilla de Juan, y éste le besó en la frente, al tiempo que notaba como sus manos se humedecían con el jugo blanquecino que surgía de los pechos de su mujer.
Cuando el albañil estaba a punto de permitir que emergiera de su cuerpo el esplendor de su pasión, recordó que había unos frailes dominicos esperándole para que reparara la gotera de su iglesia. Echó su cuerpo hacia atrás, secó sus manos en la camisa de su mujer y, balbuciendo palabras ininteligibles, con toda seguridad juramentos poco píos, salió de la cocina, dando un beso en la frente de Jacinta, y otro en la de la pequeña Catalina.
Bajó a toda prisa hasta el camino, y desató a Margarita de la abrazadera, dirigiéndose, con paso no demasiado firme y la entrepierna dolorida, hacia el monasterio de Linares.
Allí le aguardaban el padre Pedro y otros dos dominicos jóvenes y fornidos que dijeron llamarse fray Amancio Tejedor y Fray Vicente Salamero.
—Ellos te ayudarán —aseveró el capellán—. Son muy fuertes y mañosos.
Juan odiaba trabajar en compañía, aunque estaba seguro de que aquellos monjes eran hombres acostumbrados al trabajo duro del monasterio, cultivar las tierras del clero, arreglar pequeños desperfectos en vallas y cercados y aviar el ganado, y que le serían de gran ayuda. Pero el joven albañil prefería hacer su trabajo solo; en el fondo se sentía incómodo e importunado cuando alguien, aunque fuera un niño curioso y entrometido, le observaba, incluso cuando el cotilla lo hacía con fascinación.
—Con uno de los dos me “apañaré” —dijo Juan, pensando que si se negaba a aceptar la ayuda de los religiosos, el padre Pedro podía sentirse ofendido o despreciado—. Dos hombres son demasiados. Total, sólo me tiene que ayudar a sujetar la escalera y alcanzarme alguna herramienta.
Fray Pedro se encogió de hombros, dándole a entender que era él quien decidía, y que harían lo que Juan creyera oportuno. El padre Pedro le hizo un gesto con la mano al hermano Amancio, y este dibujó en su cara un mohín de fastidio. Así pues, fray Vicente, con una alegría nada usual en los dominicos, aceptó de buen grado la fortuna que le suponía excusarse, aunque sólo fuera por unas horas, de las tediosas tareas ordinarias del convento.
El albañil desató la escalera del lomo de Margarita, y el joven fraile llevó la mula unos pasos más allá, para atarla en el tronco del primer olivo de una plantación que prácticamente se perdía en el horizonte, toda perteneciente al monasterio.
Bordeó la iglesia, hasta el lugar en que una de las paredes del esbelto edificio formaba ángulo recto con un muro algo más bajo, la capilla, que suponía uno de los cruceros de la planta de la iglesia. El muro de la capilla era completamente liso, a no ser por un ventanal de forma circular, prácticamente en el extremo superior de la pared que, sin ser un rosetón, permitía que la luz entrara con cierta abundancia en el interior de la iglesia.
Juan circundó la capilla y buscó un lugar en el tejado que fuera lo bastante resistente como para soportar el peso de la escalera y el de su propio cuerpo sin dañar una sola de las losas de piedra que conformaban el tejado. Cuando lo hubo encontrado, clavó la parte inferior de la escalera en el suelo firme y polvoriento, y depositó suavemente el otro extremo en un saliente del alero, en un hueco entre dos robustas vigas de madera.
Cuando regresó fray Vicente, Juan le pidió que sujetase la escalera, y ascendió por ella.
Una vez hubo alcanzado el tejado de la capilla, se paseó por la cúpula con sumo cuidado.
Sabía que era prácticamente imposible que la bóveda se viniera abajo ya que estaba construida en piedra y era increíblemente sólida, pero no confiaba demasiado en las losas de caliza, llenas de musgo resbaladizo, ni en las vigas que sujetaban la cubierta, entre las placas y la bóveda. Juan no disimulaba su aprensión por las losas de caliza, material traicionero por el que el musgo y el liquen parecían sentir una atracción peligrosa. Pero pronto empezó a caminar con cierta confianza, al comprobar que la techumbre estaba totalmente seca y que las vigas soportaban su peso sin dificultad.
Encontrar el hueco que producía la gotera en la capilla de San Sebastián fue tarea sencilla: era un agujero hecho por un animal, y que a él no le resultaba desconocido en absoluto.
—¡Tordos, hijos de puta! —dijo para sí, al ver el desastre. Las “zorras del aire”, como solía denominarlas su padre, habían estado jugueteando, si es que aquel destrozo podía considerarse como tal, sobre la capilla. Juan valoró el daño y suspiró aliviado—. ¡Podría haber sido peor!
Sólo habían partido dos de las losas.
Juan se acercó al borde del tejado, donde la escalera, y le pidió a fray Vicente, que estaba sentado a la sombra de un almendro ya florecido, que la sujetase.
Una vez abajo, dejó al dominico al cuidado de sus herramientas y de la mula, y regresó al mas dels Arcs a por un par de losetas de caliza, que recordaba haber guardado de una vez anterior, cuando el mismo padre Pedro le pidió que arreglara uno de los aleros de la iglesia.
En el conejar, cogió dos losas de un montón de diez o así, que yacían en la parte baja de un destartalado comedero y unos cuantos clavos especiales para sujetarlas a las vigas, y que guardaba en una caja de madera.
Al salir, sintió el impulso de volver a subir a la cocina de su casa donde, estaba seguro, Jacinta seguía desenvainando judías, y volver a estrujarle los pechos. Pero se reprimió, prometiéndose consumar lo que había empezado tan pronto como hubiera acabado la obra del convento.
Debían ser las diez de la mañana cuando volvió a subir al tejado de la capilla, ahora con la imprudente confianza de que la vez anterior había podido caminar a sus anchas a lo largo de la bóveda, y podía seguir haciéndolo con total seguridad.
Llevaba las dos losas nuevas cogidas entre las manos, apoyadas en el pecho, un poco más arriba tal vez, para asegurarse donde ponía los pies. Los tres primeros pasos no presentaron mayor problema, pero cuando estaba a punto de alcanzar el agujero, uno de los travesaños de las vigas cedió bajo el peso de su cuerpo, y su pie izquierdo se hundió hasta que el nivel del tejado se clavó en su rodilla. Por instinto, Juan levantó el pie maldiciendo su torpeza, pero al descompensar el peso de su cuerpo, el pie derecho siguió el mismo camino que su otra pierna, haciéndole caer de bruces hacia adelante, y viniéndose abajo con las losetas agarradas a la altura de su pecho. Al romperse, las piedras se convirtieron en rasposas y afiladas dagas, que se clavaron en su pecho y cuello como infinitas flechas venidas del infierno.
—¡Cómo San Sebastián! —Pensó Juan.
Fray Vicente oyó el estrépito, y subió precipitadamente por la escalera, gritando:
—¿Qué ocurre, Juan? —Preguntó el dominico— ¿Tienes algún problema?
Arriba, el joven hermano sólo pudo escuchar un opaco gorgoteo que surgía de la sesgada tráquea de Juan, y algo así como una peste: «¡Malditos tordos!».

¿Qué tengo yo que ver con la Ley de Lenguas?

Supongo que todos, en un momento u otro, hemos caído en la tentación de buscar nuestro nombre en “Google” (imagino que por puro narcisismo), intentando encontrar en la red las opiniones que antes nos daban nuestros amigos... Lo cual me da qué pensar.
Y no puedo evitar sentirme terriblemente desolado, cada vez que siento el deseo de volver a teclear mi nombre en la pestaña de búsqueda… Y es que (yo también me he vuelto un poco huraño, lo reconozco) tal vez sea cierto ese tópico que dice que somos los seres más incomunicados de la sociedad de la comunicación…
Pero no es eso lo que me impulsa a escribir hoy aquí (aunque algo de relación sí que tiene)
Hace un par de meses llegué, por casualidad, a una página (que no voy a nombrar por no hacerle publicidad gratuita) en la que se mencionaba mi primera novela “Bastardos de Dios” para encender una polémica de la que soy absolutamente ajeno.
El asunto es que, tras la presentación de la misma en mi pueblo natal, Benabarre, en la que el ayuntamiento y los benabarrenses se volcaron con todas sus fuerzas, y cuyo recuerdo aún hoy me emociona, se me tachó de antipatriota por no escribirla en catalán (que se supone que, no sé por qué razón, debería ser mi idioma materno), y criticaba a un semanario ribagorzano por haber dado cobertura a dicho acto, y no a la presentación de otro libro, unas semanas después, este sí, escrito en catalán…
Voy a guardarme mi opinión personal sobre la legislación sobre lenguas en Aragón, para no crear más polémica. Lo único que sé es que he vivido treinta años en Benabarre y, hablando en castellano, en catalán, en chapurreado, ribagorzano, o en lo que sea, nos hemos llevado tan bien o tan mal, como en cualquier otro pueblo (incluso con aquellos que defienden la catalanidad del modo más visceral, o con los autores del libro escrito en catalán con los que, dicho sea de paso, siempre he tenido una muy buena relación)
Lo mío es escribir. Y lo hago en el idioma en el que me siento más cómodo, en el que pienso, y en el que me expreso mejor.
Si no recuerdo mal las clases de “Lengua”, el idioma nunca ha sido más que un medio para comunicarse, jamás el mensaje. Y, para mí, la comunicación es lo importante. El resto es secundario. ¡Habladme en catalán, en castellano, en chapurreado, en lo que queráis! ¡Pero no me convirtáis en un renegado de mi pueblo! Mi identidad, ¡gracias a Dios!, no tiene nada que ver con mi modo de expresarme, sino con lo que siento… Y, le guste o no a un bloggero provinciano, soy benabarrense hasta la médula y, además, me siento orgulloso de ello.

jueves, 10 de julio de 2008

nuevo sitio

Desde ahora podéis encontrarme en www.fernandovisa.com.es